Sangre y ceniza

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Por: Alejandro Torres
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Foto: Los amantes (Les Amants (1928)), René Magritte

 

Vendrá a mi velorio. Es tan caradura que un amigo así nunca olvida las difuntas reuniones a cajón cerrado, por más que su fidelidad haya sido testeada y su resultado sea negativo. Después de todo, nadie es perfecto, y el ser humano implica ceder no solo a las tentaciones lejanas, sino también a las más cercanas. 

    “Si tenemos un alma que va a durar, si hay otra vida, el que muera primero tiene que avisarle al que quede.” Tres días después volverá, y se someterá a su fidelidad nuevamente, o no. Quizás solo lo deje pasar o vuelva a pisar la misma piedra: todos tenemos una debilidad. ¿Qué estoy pensando? El ingrato sería capaz de eso y de más. No por nada le olió el culo a la misma mujer. No por nada se ausentaban al mismo tiempo pensando que uno era como un cachorro que solo ve con ojos de juego.

    La memoria es como una caja de recuerdos que solo funciona y se activa cuando es necesario, no cuando uno pretende. Algunos quedan tan escondidos que cuando son revelados creemos haberlos olvidado. Pero nada se olvida nunca, solo se oculta. Esos meses de infidelidad les di el gusto, me digné a buscar otro significado a mi vida, pero no funcionó. Jamás funciona. Y me vi envuelto en compartir la mirada de la vergüenza del pueblo con Emilia. Pero, ¿cómo éramos antes de que todo pase, de que todo empiece?

 

                                                                                               ***

 

—¿Y cómo vamos a hacer?

    —Supongo que lo sabremos cuando pase.

    —Eso no ayuda mucho.

    —Está bien. ¿Sabés qué significaba el número tres? 

    —No. No se me da matemáticas, lo sabés.

    —Representa la Divina Perfección. Demuestra el sentido de la unidad, como en la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Sabés cuántas veces aparece el número tres en la Biblia? cuatrocientas sesenta y siete.

    —¿Dónde aprendiste todo eso?

    —En la iglesia, en catecismo. En la Biblia, es usado para expresar períodos de fe: tres noches de vigilia, tres días, tres semanas, tres meses y tres años. “Al tercer día resucitó de entre los muertos.”

    —¿Entonces?

    —Si tenemos un alma que va a durar, si hay otra vida, el que muera primero tiene que avisarle al que quede. Al tercer día.

 

                                                                                               ***

 

Cada vez que viene el momento a mi estropicio cráneo creo verlo tan nítido que me asusta la formalidad de mis días. Pareciera ser que toda mi vida viví para ese momento, siendo el desarraigo de la situación tan asfixiante ya que resultó de mano un amigo desleal. ¿En algún momento dudamos? No lo creo, éramos tan inocentes que hasta nos asustaba el asunto. Quizás no haya sido todo aquello más que una prueba y me encuentre hoy sorteando la suerte de Job. Después de todo, él siempre fue el más listo, yo solo era el que acataba. 

   Milo me muerde los tobillos, que casi no siento. Nunca me gustó ese can, siempre me recordaba la miseria de sentirme aprisionado en un pacto manchado con sangre y con ceniza. El beneplácito de Emilia no era más que mi manera de decir que la perdonaba, pero de esa forma parecía que yo era el culpable después de todo. En mi testamento quizás deba rubricar que me entierren dentro del sepulcro familiar, no por fuera de él. Uno nunca sabe. No quiero que mi tumba sufra las profanaciones como Lázaro. 

   Mi padre, pobre infeliz, era capataz de la cosecha de duraznos en una finca a unos treinta kilómetros de acá. Siempre nos traía esos manjares redondos y jugosos que nos manchaba la cara de pulpa y sabor durante las siestas. Así nos adentrábamos en el robledal que desembocaba de nuestro jardín a las ruinas de una vieja capilla que contenía ceniza endurecida, poco menos que petrificada, proveniente del Descabezado del año 32.

 

                                                                                               ***

 

—Mi tío dijo que hizo un pacto con un amigo para saber si hay vida después de la muerte.

    —¿Y la hay?

    —¿Cómo voy a saber? Tenés que estar muerto.

    —¿Y cómo van a hacer?

    ­—El que muere primero tiene que dejar una señal al otro para que se dé cuenta.

    —Para mí la hay, ¿sino cómo explicas un deja vu o que al perro le guste el asado?

    —Hagamos un pacto.

 

                                                                                               ***

 

    Ya no tengo dudas del ritual. Me río al ver que cada mañana se levanta más temprano solo para no malograr su plan: le doy el gusto. Admiro su perseverancia e ímpetu. Después de todo, hay que tener coraje para rehacer lo mismo cada montaje: quién sabe cuántas cucharadas de qué (me vale solo con saber y darle el gusto de su desfachatez), esconder la evidencia y esperar a volver del trabajo solo para besar con falta modestia los labios que mata. ¿Quién soy yo para juzgar semejante acto de valentía? Si solo me conformo con mi vida por más quebrada que se halle. Esto es lo que me tocó, y así será hasta que ya no me cause más gracia. “Solo me someto porque viene de tus manos”, algún día se lo diré, al menos me aseguraré de hacerlo por escrito, cuando esté todo oscuro para mí.

 

                                                                                               ***

 

—¿Ya pensaste cuál va a ser tu mensaje?

   —Pensé algunos, pero no me decido.

   —Yo quiero que sea poético, citando a Platón: “Los vivos nacen a partir de los muertos”.

   —Siempre tan culto. 

   —Vos siempre tan ingrato, tan falto de caridad. Está bien. ¿Y cómo hacemos llegar el mensaje?

   —Debería ser aquí, en las ruinas, sobre esta ceniza ya endurecida.

   —Uno vuelve, escribe el mensaje ¿y ya está?

   —Así, sin más.

   —¿Y después?

   —¿Cómo después?

    —Me refiero a lo que viene después.

   —Según algunos, el olvido, según otros, el cielo: Tian, Yanna, Valhalla, Svarga Ioka.

   —¿Según vos?

    —La vida.

 

                                                                                               ***

 

Emilia me observa en mi estudio. Me veo expectante de su decisión, espero el veneno del día. Por momentos el sobrecogimiento hace estragos en mi cabeza, me pregunta qué pasaría sí. Fui tan estúpido. Él debe haberse olvidado por completo después de su aventura desvergonzada. ¿Y si existe la vida después de la muerte, pero tras la ida se navega sobre el Leteo? Nunca lo sabríamos. Transmigraríamos sin poder anunciar al expectante la maravillosidad de la querella; se perdería el sobresalto, el asombro. Sería tiempo desperdiciado, sería mi vida arrojada al tacho por un pacto de hace veinticinco años entre dos criaturas curiosas como lo son los niños. “Por la eternidad”. 

    Llega el plato del día. Me veo vacilar sobre esto. Ya no salgo de casa. Mi aspecto es el de un ochentón que vivió todo. Más bien el de un cadáver añejado y arrojado a una fosa común. Mi pelo se embarca en el olvido, se arroja al vacío. Emilia me dijo que habló otra vez con el médico, que no sabe qué es pero que me espera en su consultorio para hacerme más estudios. Me niego. Me resigno. Me decepciono de ella. Lo que menos espero es una ayuda. No al menos de su amigo matasanos a quien le lame el culo cuatro veces a la semana. O quizás él a ella…

    Tengo que empezar a pensar en una forma de venganza. A esta altura mi deuda es la misma: la de vivir. No creo que se me conceda el misticismo de una nueva oportunidad. ¿Para qué? No la aprovecharía. Volvería a la misma piedra. Ya no tengo dudas: ya no tengo fe. Pero no se va a salir con la suya. Emilia me oye pensar en voz alta. ¿Cuál es la duda?, pregunta. La miro, le sonrío: La de vivir después de morir. Me responde enarcando una ceja y con un leve sonido vocal. Vuelvo a mi plan. Podría ir ya mismo a las autoridades y poner a prueba sus facultades jurídicas, pero es muy sencillo. Descarto otras dos opciones más. Solo pude pensar seriamente en una. Creo hallar la solución: tiene que ser él quien denuncie mi óbito. ¿Pero cómo hacerlo si ya no puedo caminar? ¿Y si muero en el camino? Quizás nunca regrese y quizás ya no tenga la duda. Los pactos entre dos personas se rompen con el desprendimiento de la confianza. Cosa que murió hace ya muchos años entre él y yo. 

 

                                                                                               ***

 

—Entonces, ¿cómo sellamos el pacto? 

    —Cómo el rey David con Jonathan, con sangre.

    —“Que la sangre sea lo que nos hermana en sacro ritual de lealtad hacia el pacto que hoy sellamos hasta el día de nuestra muerte”.

    —Ahora yo corto mi mano y vos la tuya y las juntamos.

    —Pero antes tenemos que besar este relicario, porque es al tercer día que vamos a volver a anunciarlo.

    —Esta será nuestra Jerusalén. 

 

                                                                                               ***

 

Mi seguridad me juega a favor. No dudar y no temer al final me aseguran una caminata recta con la ayuda del bastón que me trajo Emilia. Hasta aquí llegué. Su desvergonzada caridad lo llevará a perder el equilibrio mental, lo hará dudar al menos un instante de la sobrenaturalidad del mensaje. Solo él podrá encontrarlo, de lo contrario será en vano, como mi vida. No me aflige. Esta hiel no solo se debe al deterioro paulatino e invisible de mis entrañas, también al sabor amargo de la infidelidad y la falta de escrúpulos que supone un pacto entre dos personas faltas a su moral. Después de todo, un muerto no es más que alguien que ya no está. Algo que ya no es. Derramo algunas lágrimas. Las ceso rápidamente: no cedo a la nostalgia. Ironizo con mi suerte. Pienso en vida y en muerte. Pienso que puede ser real que de una viene la otra, y que de la última nace la próxima. Es tarde para conjeturas. Mejor dicho, para replanteamientos. Morir puede solo significar eso: dejar de ser. Cese del funcionamiento de los órganos, sangre que no fluye: interrupción de la actividad cerebral. Ahí queda el cuerpo. O quizás no otra vida, sino un purgatorio, un castigo.

    ¿Será capaz de denunciar el camino siendo que yo ya no seré más que un cuerpo sin vida? Supongo que nunca lo sabré.

    (¿O sí…?)


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