"NO, GRACIAS..." - de Salvador Silva

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Por: Hugo Canal Bialy
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Desconozco los parámetros que miden las cualidades determinantes para que una obra de arte sea juzgada como tal, aunque leí por ahí que una vez que la observas, una vez que posas tu mirada en ella, no sos el mismo.

Desde la primera vez que te vi, tuve la sensación de que el Matías que me llevó hasta ese momento y lugar, adolecía ciertas alteraciones frente a tu presencia; frente a esa cordillera bifronte, tierna y dulce que es tu cuerpo. La simpatía natural de tu encanto, ascendió a atracción. Tu mirada comenzó a cautivarme y tu sonrisa a desarmarme. Todo eso junto, lo sobrellevé como pude, mientras pude.

No quería invadir tu mundo, como vos invadías el mío. Aunque sí quería que lo sepas. Confiaba que diciéndotelo, la insistencia de tu presencia en mi mente iba a menguar. Pensaba que liberando aquel, hasta entonces, pueril secreto, conseguiría más espacio en mi cabeza para llenarla de las cosas con las que, comúnmente, la llenan los adultos, cosas serias como obligaciones y responsabilidades. Pero me equivoqué. Lo agravé todo.

Me rendí al suspenso de una ilusión indefinida, como todas las ilusiones, o al menos sin una definición nítida. O acaso, ¿es alguien capaz de definir con nitidez su ilusión? Sin dejar espacios en blanco, o en negro, sin permitir filtrar un matiz de duda, o la más pequeña tornasolada incertidumbre. De ser así, mi querido, no sería eso precisamente una ilusión, sería una certeza. Una seguridad, una confianza. No una ilusión. Y no creo que solamente la naturaleza de la ilusión sea vaga, creo que el principio, la génesis de la ilusión, también lo es. El por qué nos ilusionamos no responde a ninguna estructura científica que pueda dar cuenta de que las razones de nuestra ilusión están verdaderamente fundadas. Y sin embargo, créanme, hasta el más nihilista se ilusiona. El más perdedor, como el suprascrito, se ilusiona. El linyera, sin aparentes mayores ambiciones, sueña con más cartones y con una sobra tibia. Se ilusiona. Y aun cuando, año tras año, podemos notar que cada día somos menos merecedores de ninguna gracia, vaya paradoja, igual nos ilusionamos. Y creo que hasta a mayores descubrimientos de miserias personales, más nos ilusionamos. Cómo no me iba a ilusionar, tras la parrafada con la que me permitiste despacharme la primera vez que te tuve delante -café de por medio, con tu respuesta, demoledora; “Vos me caes re bien”.

Desde entonces tuve que maximizar todas las herramientas conocidas para domesticar ciertos sentimientos y encasillarlos en un marco de mesura. El gasto mayor se lo llevó el esfuerzo por disimular mi falta total de objetividad hacia vos.

No me costó mucho reconocer que, aunque compartíamos el mismo contexto, nuestros paradigmas vitales, en lo que a mí me importaba, no coincidían. Es cierto; pocas cosas son más atractivas en una mujer como el hecho de que sea libre y fuerte, dos características muchas veces aunadas, pero para un tipo sensible es una promesa inevitable de dolor. Así que, hacía allá fui. Admitiendo que para batir récords de dolor, he descubierto que tengo un alma de campeón.

Aunque si hay una recompensa absurda, la de ser el más premiado de la morgue debe estar entre las más absurdas de todas. Sin embargo, jamás pude extraer de entre mis exiguas fortalezas una virtud que me exhorte a dejar de remar sobre un río que corría presuroso hacia el abismo. Persistir era la razón de mis días. Elegía cuidadosamente mi vestuario cada mañana pensando en verte y que me vieras. Aun a sabiendas de que mi mayor posibilidad con vos, a lo que más podía aspirar, era integrar el elenco estable de tu banco de suplentes. Asumí con hidalguía esta proposición tácita. Te prefería compartida, antes que una vida vacía de ti. No me molestaba que probaras otras alternativas. ¿De qué otra forma sabrías que mi cariño era tu mejor opción? Es probable, a la vista de los resultados, que deba revisar la calidad de mi cariño, por no juzgarlo de insuficiente, u obsoleto. Dado que solo pude acceder al puesto de tercer arquero de tu equipo. Ese que juega solo en momentos donde se combinan un extraordinario azar y una suprema tragedia. Pero esas cosas pasan. Es todo tan misterioso.


Desde entonces, mi alma vaga en una dispersión exasperante. Por suerte ya no te veo a diario. No físicamente, al menos. Hablamos, sí. Lo cual es celebrable y a veces la conversación oscila entre la ternura y el erotismo. Y es en esa oscilación que me quiero extraviar, perpetuamente... no parece saludable, lo admito. Pero, ¿quién en su sano juicio se podría enamorar? ¿Quién, enteramente dueño de sus facultades, le entregaría a otra persona la potestad de sus pensamientos a cambio de una ilusión informe, de una incertidumbre roída, a su vez, por la distancia? No, señores. Nadie elige enamorarse y cuando pasa, parece que la respuesta más sensata sería decir; no, gracias. Con un gracias sentido. Una gratitud manifiesta. Porque la vida embellece notablemente cuando uno se reconoce enamorado. Ya han escrito sobre ello los poetas, no voy a ahondar ahí mejor que ellos. Pero sí advertir que los términos de esa condición no terminan nunca de esclarecerse, no hay garantías de ningún tipo. A excepción de las impuestas por los estados nacionales, por supuesto, a través de sus instituciones religiosas, afortunadamente cada vez más dudosas y ruinosas, con su apenas velada amenaza de; hasta que la muerte nos separe. Con el único fin aparente de vender parcelas de felicidad al tanto por ciento el metro cuadrado, mientras que en otro orden de cosas, aunque como consecuencia de esto, hay quienes organizan un cronograma escolar oficial ladinamente emplazado al uso horario del transporte público. Como ven, así se construye la civilización, con la complicidad de empleados estatales fogoneando la ilusión del para siempre, con lo único que vale la pena de dejarse la vida en lance de conquistar, más no sea, un instante. A pesar de ello y aquellos, si se mira por encima del egoísmo, por cierto; la llave de acceso indispensable hacía el amor, y se elude el miedo a que te hagan mierda -que es a su vez, otra forma de egoísmo, la gratitud siempre está. Porque es allí donde reposan todos los entusiasmos. Aunque no todos la vean. Así que, gracias. Pero no, gracias...

 

Salvador Silva


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