En verdad, una sucia corriente es el hombre. Es necesario ser un mar para poder recibir una sucia corriente sin volverse impuro[...]
Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan al otro lado[...]
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
La habitación respiraba el aire podrido que provenía de las calles. Sobre un escritorio, un viejo periódico quedaba paralizado en ese 31 de diciembre: se había vuelto el fin de aquel fatídico y catastrófico año, y consigo arrastraba el fin de algo más, de la costra, de la sucia corriente de este planeta. El egoísmo había bailado en compases con la vanidad y el trágico super hombre había vuelto del ocaso para verse refugiado nuevamente en la tierra, enterrando su propio destino. Un cuadro posaba, aterido, sobre una pared de la habitación: era El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel. Allí, las ciudades ardían, tiñendo de negro el cielo, los barcos naufragaban mientras la muerte avanzaba y los creyentes se ausentaban de esa cruz que yacía solitaria en el medio del óleo. Era un verdadero triunfo para la muerte.
El resto de las cosas permanecían sobre cenizas, el resto testimoniaba un vaticinio putrefacto, un vacilante y venenoso aire que movía todo con ferocidad hacia el vacío. Uno, dos, tres cuerpos posaban desnudos y muertos, uno en cada rincón de la habitación. El cuarto rincón permanecía vacío, esperaba aún a su hijo pródigo, a su salvador, que tenía su destino ya dispuesto a ser cumplido.
—¿Qué es la muerte? —preguntó inocentemente un niño de cabellos rizados.
—Fue el mejor de los regalos —contestó sin dudar un anciano que posaba su vista al frente, con los ojos blancos y perdidos.
Sobre el asfalto, la hierba crecía entre las grietas y sembraban un nuevo futuro. Uno desolado, uno solo para quienes habían sobrevivido, no por inmunidad, sino por temor a haber sido elegidos.
—¿Por qué el ser humano desprecia la vida al punto de destruirla, padre?
—¿Por qué piensas eso, hijo?
—Ellos pasan toda su vida escapando a la muerte: comiendo, inventando, luchando, amando… matando. ¿No es eso quitarle valor a su propia vida? ¿No es la muerte, acaso, parte de la vida?
—El ser humano tiende a despreciar esta vida en favor de una que sea más digna de ser vivida, hijo. Prefiere relacionarse con algo que no existe, con la nada, antes que con la vida.
—¿Es acaso un animal que tropieza dos veces?
—Ha sido el más animal de los animales, hijo. Ya que ha predispuesto entregar su futuro a cambio de un frío presente. Ha tropezado ya más de dos veces, decenas de veces me atrevo a decir.
El cielo no pretendía cambiar su color gris. En el horizonte se vislumbraba un crudo atardecer que dejaba verse gracias a la poca luz que emitía aún el sol. Todo estaba perdido, pero había algo de esperanza aguardando a lo lejos, algo parecía traer de nuevo la vida.
—¿Y por qué seguimos de pie, padre?
—Porque tenemos piernas para eso, y no porque hemos sido más inteligentes que el destino, sino porque nuestro destino ya ha sido sellado hace siglos, así como el destino de cada uno es marcado cuando nace.
Caminaban como dos convalecientes, entre cráneos y cuerpos descomponiéndose sobre un infierno de concreto. Más allá los esperaban más como ellos, de todos colores y razas, pero con las manos abiertas y dispuestas a ceder su arrogancia y escuchar el llamado de la naturaleza salvaje, dispuestos a entregar las armas. El camino era largo, pero era la única forma de llegar, a pie.
En otro lado del globo alguien jugaba a ser dios. Manipulaba las máquinas con anhelo y con profesión. Apretaba botones y aguardaba el resultado: un enorme vórtice se hizo presente acrecentando su tamaño hasta llegar al de un hombre. Ese enorme agujero de gusano necesitaba más reacción química. Era impresionante ver que aquel hombre seguía aún jugando con la naturaleza sin esperar pagar algo a cambio, esperaba solo retroceder y cambiar el curso de la humanidad, pero solo se acercaba más a su oscuro fin. Después de todo, de la oscuridad del vientre proviene el hombre, y a la oscuridad de su ser se dirige.
El vórtice se apagó lentamente y el hombre quedó solo en aquella enorme habitación, entre máquinas y paneles de energía subatómica. Se abrió una puerta y extrajo de su interior a otra persona, era un hombre blanco, de pelos negros y grandes anteojos cristalinos. El que manipulaba las máquinas habló:
—La próxima vez durará lo necesario. Podremos volver al sol y estremecernos de nuestros coterráneos en la cálida cúspide de sus vidas.
—He visto el interior del vórtice, y muestra que su camino es recto. Y no me cuesta afirmar que todas las cosas derechas mienten. Toda verdad es curva, hasta el tiempo es un círculo —teorizó el hombre blanco.
—¿Has oído hablar de Zaratustra? —intentó cuestionar el otro.
—Eventualmente. Y no me gusta enfatizar un tiempo eterno.
—Me refiero a que esa calle recta deja atrás una eternidad perdida, y detrás nuestro yace una eternidad devengada. Hemos pagado el precio y hemos caminado demasiado tiempo en círculos.
—Solo hay una forma de saberlo. Añade un 30% más de materia bariónica al lector de partículas y vuelve a intentarlo. Esta vez pondré mi reloj en cero y buscaré entrar de manera directa al vórtice. Apunta la fecha exacta.
El otro asintió y ambos se dieron la mano en señal de respeto. Configuró la fecha: 31 de diciembre; arrojó algunos objetos al gran aparato metálico que nutría de energía a las máquinas y se posó nuevamente frente a los botones.
—Esta vez lo lograremos. Esta vez salvaremos a la humanidad.
Oprimió varios botones y bajó una palanca. El otro, esperó hasta que un vórtice se abrió nuevamente. Su tamaño fue creciendo hasta sobrepasarlo. De repente, las máquinas comenzaron a emitir un sonido agudo: algo fallaba. El que manipulaba los botones gritó:
—Tienes que entrar ahora, como sea. No creo que resista mucho más.
—Pero si falla, estaremos perdidos para siempre.
—Recuerda: cuando llegues, búscalo y adviértele de lo que ocurrirá. Si decide creerte, estaremos salvados, sino, amigo mío, nos veremos en otro plano, donde el dolor no sea una realidad.
Se miraron fijamente y afirmaron con la cabeza. Las máquinas echaban humo y parecían dispuestas a olvidar su propósito con tal de acabar el suplicio. Entendían que el tiempo no es más que una manera de decir que el reloj corre y que todas las horas pasan, menos la última.