SEMANA SANTA

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Por: Alejandro Torres
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Ilustración por Fede Avila Corsini
IG: dibujandoalmargen

 

    Steve llegó del trabajo, dejó el maletín sobre la mesa y se recostó sobre el sillón. En la cocina, Ingrid, su esposa, lavaba los platos. Fregaba sin parar desde hacía una hora.
   —¿Ya has comido? —le preguntó él tomándose su gran barriga.
   —Es un lindo detalle. O mejor podrías ayudarme. No puedo sola con tanta mugre.
   —¿Dónde está Edward? —la ignoró él.
   La mujer no contestó, solo se dignó a seguir fregando los platos con violencia. Desde la comodidad de su sillón, Steve llamó a su hijo:
   —Eddie, ¿dónde estás? —no obtuvo respuesta—. ¡Edward! —exclamó con vehemencia.
   —¿Tienes que gritar para todo? —le recriminó Ingrid con el cepillo en la mano.
   —Claro, mujer. ¿Dónde está ese niño?
   —Puedes levantarte del sillón y subir tú a buscarlo, Steve.
   —¿Qué clase de ser haría eso? No seas ridícula, mujer. Edward, hijo, ven aquí. Te tengo una sorpresa.
   Unos golpeteos se oyeron desde el piso de arriba. Era como un coleteo sobre el piso. La cabeza de un niño, pequeño y de cabello color naranja, asomó por la escalera.
   —Ahí estás, hijo ¿Qué era más importante que tu padre ahí arriba?
   —Sólo estaba mirando el programa de la naturaleza, papá. ¿Sabías que los anfibios tienen la capacidad de regenerar partes de su cuerpo, como las piernas, los brazos o la cola?
   —Caray, hijo, no tenía idea. ¿Escuchaste eso, cariño? Nuestro pequeño Eddie es un intelectual. ¿Cariño? ¿Estás oyendo lo que digo?
   Ingrid continuaba fregando el piso, las paredes, los platos, con violencia. Una gota de agua le caía por el costado izquierdo de su cara, sus pelos estaban desparramados como una esponja usada. Todos los días eran iguales, estaba cansada.
   —Ve y dale una mano a tu madre, Eddie —le ordenó con total parsimonia y arrellanado en el sillón.
   —¿Por qué no me ayudas tú? —reclamó Ingrid.
   —¿Qué no ves que acabo de llegar del trabajo, mujer? Por dios.
   —Siempre es lo mismo contigo, yo me la paso aquí de sirvienta para que vengas tú y andes con las aletas sueltas dejando olor en toda la casa. No haces más que comer y ordenar.
   Steve ignoró aquellas palabras y encendió el televisor mientras su esposa, balbuceando por lo bajo, junto con su hijo, fregaban la cocina.


   Se despertó por la mañana más que animado. Ingrid se había dormido en el sillón con el delantal y los guantes puestos.
   —Arriba cariño, ya es de día. ¿No es hermoso estar vivo? Respirar este oxígeno. ¿Qué hubiese ocurrido si perdíamos la guerra en 2093? —Steve se estiró hasta desperezarse, se vistió con su camisa blanca y su corbata negra y bajó a desayunar. Ingrid ya estaba despierta preparando el desayuno, cuasi dormida, con los ojos caídos.
   —Ánimo, cariño, hoy será mejor que ayer —le dijo Steve. Ingrid no contestó—. ¿Dónde está Edward? ¡Edward!, hijo, baja a desayunar.
   El grito hizo eco en la cabeza de Ingrid, que manejaba la cocina como un autómata. Otra vez el aleteo se escuchó bajar las escaleras y el niño se acomodó en la silla.
   —¿Papá, sabías que las hormigas no tienen ojos? Se comunican entre sí a través de las antenas y una sustancia que se llama feromonas.
   —!Caray¡ ¿Escuchaste, cariño? Este niño nos salvará de la miseria con su cabezota. ¿Cariño?
   Ingrid se había quedado dormida de pie. Los huevos a la plancha comenzaron a expeler un olor pesado, y un humo negro.
   —¡Ingrid! —gritó Steve. Ingrid se despertó de un salto y apartó la sartén del fuego—. ¿Por qué no descansas un poco, cariño? Llevaré a Edward a desayunar al Burguer&Fish y lo llevaré al colegio. ¡Te veo a la noche! —Ingrid no contestó, otra vez se había quedado dormida de pie.


   Ya era de noche y Steve estaba de camino a su casa por la avenida Ajolote cuando del cielo bajó algo enorme color rosado, parecía un dedo. Vio que se aproximaba lentamente a él y comenzó a correr desesperado, pero lento por su excedido peso. Ante la reacción de Steve el dedo desapareció entre las estrellas. Llegó a su casa agitado, entró y cerró desesperadamente la puerta y se escondió bajo la mesa. Ingrid, que estaba ya preparando la cena, lo miró confundida.
   —¿Y a ti que te ocurre? —le preguntó.
   —Shh, mujer. No hables. Puede que nos estén buscando.
   —¿De qué rayos hablas, Steve?
   —Que te calles, he dicho. Nos van a descubrir. ¿Dónde está Edward?
   —Pues en su habitación, ¿dónde más? No hace más que mirar el programa de la naturaleza.
   —Tráelo —le dijo en voz baja, casi silenciosamente— y métanse ambos bajo la mesa conmigo.
   Ingrid no hizo más que mirarlo e ignorarlo por completo. Siguió preparando la cena: ensalada de col.
   Preparó la mesa, llamó a Edward para comer, y cuando ambos estaban sentados frente a la misma, el niño preguntó por su padre.
   —Está debajo tuyo, bajo la mesa, hijo.
   El niño agachó la cabeza y ahí lo vio, hecho un bollito, caído en su costado izquierdo con los ojos abiertos.
   —¿Qué haces ahí, papá? —preguntó inocentemente Edward.
   —Me escondo hijo, ustedes deberían hacer lo mismo. Creo que corremos un grave peligro.
   —Ignóralo, Eddie —le dijo su madre—, seguramente estuvo bebiendo otra vez.
   Cuando terminaron de comer y tras limpiar los platos, Ingrid se dispuso a ir a la cama.
   —¿Vienes, Steve?
   —Creo que pasaré la noche aquí, no quiero que ese dedo gigante vuelva a encontrarme. Tú deberías hacer lo mismo, cariño; ayúdame a armar un fuerte con las sábanas.
   Ingrid dio media vuelta y subió a la habitación.


   Al otro día, el sol amaneció sobre la cara de Ingrid despertándola muy temprano. Notó que Steve nunca subió a dormir a la habitación. Bajó y vio que seguía bajo la mesa, rodeado de almohadones, con un colador en su cabeza y un atizador en la mano.
   —¿Qué es lo que sigues haciendo ahí?
   —Junto fuerzas para ir al trabajo hoy, aunque no debería. ¿Quién sabe si otra vez podría aparecer ese dedo gigante proveniente del cielo?
   —Cada día te soporto menos, Steve. Creo que deberíamos hablar. No estás bien.
   —No, debo ir a trabajar; no debo demostrar miedo sino será peor. Voy a enfrentarme a mi destino y hacerle frente a todo aquello.
   Steve se levantó e infló el pecho. Subió las escaleras, se vistió, le dio un beso a su hijo y se despidió de Ingrid saliendo por la puerta principal, triunfante. Caminó dos calles hasta dar con un enorme cartel que rezaba: "Cree usted en nuestro creador que todo lo ve? Llame al 0327-4451 y deje que nuestra luz lo ilumine". Siguió caminando, pensando en eso; ya se sentía mejor, quizás lo había imaginado todo y no era más que parte de la publicidad de un culto.


   Por la noche, de camino a su casa, ya había olvidado todo lo sucedido. La religión era tema nuevo en esta sociedad moderna tras la guerra. Probablemente querían ganar adeptos y utilizaban nuevas formas de publicidad para eso. De pronto, del cielo, un enorme ojo apareció vislumbrándose entre los árboles. Lo miraba. Steve se quedó congelado, pero pensó en la publicidad. 
   —Vaya, por poco vuelvo a caer. Ustedes y su vanguardia en tecnología ¡Verdaderamente real, eh!
   El ojo parpadeó y un enorme dedo bajó en dirección a él. Steve no se movió, y el dedo apenas lo tocó. Se sintió bastante real, pensó. De repente un escalofrío le trepó por la espalda: era muy real. Entró en pánico y corrió rápidamente bajo un escaparate. Nuevamente, ante la reacción de Steve, el dedo y el ojo se perdieron entre las estrellas. ¿Qué era eso? No era una publicidad, era real. Y lo había tocado a él: era enorme y violento, pero podía mofarse de que seguía con vida. Llegó a su casa y fue directo a su lugar privado que simulaba ser una oficina.
   —Si eso no era publicidad... entonces... probablemente... ¡Fui tocado por Dios! 


   Había sido una semana fatigosa, pero Steve depuso su actitud: estaba más relajado, casi se notaba la felicidad en su cara. Solo salía de su casa para trabajar y volvía y se encerraba en la oficina todo el día. Una mañana, Ingrid se despertó por un bullicio y bajó las escaleras: había una larga fila de caras sonrientes y ansiosas en la puerta de su casa.
   —¿Qué está ocurriendo? —preguntó. 
   —Estamos esperando para ver al Mesías. Él nos liberará de nuestras culpas.
   —¿De qué rayos habla? —se sorprendió Ingrid.
   Fue hasta el inicio de la fila y entró sin pedir permiso a la oficina. 
   —¡Oiga! espere su turno —le dijo alguien de la fila.
   En la oficina, Steve vestía una túnica blanca y hacía una señal sobre la frente de alguien que estaba de rodillas al piso.
   —¿Qué es lo que está ocurriendo, Steve?
   —¡Oh, cariño! ¿Recuerdas que te comenté hace una semana del dedo gigante que provino del cielo? Fue Dios, me ha tocado con su gracia y quiere que imparta su enseñanza, que lleve su mensaje a estos fieles.
   —¿De qué demonios estás hablando? La casa está llena de desconocidos.
   El que estaba en el piso se levantó y salió rápidamente de la habitación. 
   —Debes decirles ya mismo a estas personas que se vayan de nuestra casa.
   —No puedo, cariño, traigo el mensaje del Señor Todopoderoso. Él me ha tocado, él me eligió. Soy como aquel viejo profeta... ¿Cómo era su nombre? —dudó un momento—. ¡Moisés!
   —No sabes lo que estás diciendo, estás loco de remate y toda esta gente también.
   Alguien entró en la habitación, sin golpear, llevaba una túnica amarilla. Se acercó a Steve y le dijo algo al oído.
   —Muy bien, entiendo. Cariño llegaste a tiempo para verlo. Todas estas personas han visto a nuestro Señor, pero solo a mí me ha tocado, me ha elegido. Vamos afuera, sígueme.
   Steve ignoró las palabras que le había dicho su mujer y salió de la habitación:
   —Acompáñenme, amigos, afuera, el Señor nos espera.
   Steve salió por la puerta principal rodeado de cuerpos que lo siguieron hasta el patio delantero. Allí, habían colocado un altar y muchas sillas que daban la espalda a la calle. Steve se paró frente a un micrófono y sus seguidores se sentaron en las sillas, de a uno.
   —Amigos, estamos aquí para recibir a nuestro creador Todopoderoso. 
   Steve alzó los brazos y todos lo imitaron. Dijo unas palabras y todos miraron al cielo. Un enorme ojo se asomó. Miraba todo, escrutando a cada uno de los seres allí presentes.
   —!¿Qué demonios es eso!? —exclamó Ingrid aterrada.
   —¡Oh, Señor! Estamos reunidos aquí por ti. Danos tu luz, llévame a mí, tu mensajero en esta Tierra.
   El ojo parpadeaba y observaba con detenimiento a cada uno de los presentes. De pronto, dos dedos gigantes descendieron y tomaron a Steve por las túnicas. Todos seguían contemplando con los brazos en alto lo que sucedía, algunos hablaban por lo bajo, como rezando. 
   —Llévame, Señor. Tu más fiel siervo te lo ruega.
   Steve se elevaba de a poco, sujetado por aquellos gruesos dedos. No pensaba en nada más, cerró los ojos y pensó que a partir de ahora todo sería felicidad, que lo convertirían en una deidad allí abajo, a donde ya no pertenecería más. Ingrid comprendería en qué se convirtió; Edward tendría un padre tocado por el cielo. Arriba, ayudaría a sus hermanos y adoraría al gran Creador. 
   Ingrid se quedó absorta. No comprendía qué pasaba. Quizás, después de todo, Steve tenía razón. Había sido verdad y ella no le creyó. Pensó que sería castigada por eso. Sin pensarlo mucho más creó una iglesia en su casa en nombre de Steve para que sus fieles puedan rezarle.


   Arriba, cuando Steve desapareció del campo de visión de la ciudad que lo vio nacer, sintió alivio. Sintió paz, sería recompensado.
   —Qué bueno que mamá quiso comer pescado hoy —le dijo un niño de cabellos rubios a otro más bajo que él—. Este ya estaba muy gordo, si no lo cocinábamos lo antes posible iba a perder su gracia.
 


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