Se llamó Deir Yassir

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Por: Alejandro Torres
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Ilustración: Dibujando al margen

 

“¿Quién ha dicho que la colonización de un territorio subdesarrollado
debe hacerse con el consentimiento de sus habitantes? Si así fuera… un puñado
de pieles rojas reinarían en el espacio ilimitado de América”.
Organización Sionista de Gran Bretaña, 1921

“¿Palestinos? No sé lo que es eso”
Golda Meir, ex primer ministro de Israel

 

   Habían entrado sin pedir permiso. Nos encerraron en nuestras propias casas y caminaron por nuestros caminos. Nos condenaron por ser diferentes y por buscar una limpieza de su propia sangre. 1947 y 1948 han sido los peores años de nuestra historia; han colonizado un pueblo libre, han hecho de este hermoso país un baño de sangre sin pretextos. Nos comparan con los pieles rojas; no hay palabras que sanen ni curen nuestras heridas, esas que jamás van a cerrarse y que ellos se encargarán de mantener abiertas glorificando las masacres acaecidas dentro de nuestras tierras. Han izado la bandera con la estrella de David en su centro. Lograron su cometido. Maldecimos a Herzl, maldecimos a Balfour, y maldecimos a todo el estado americano en su calidad de interventor y proveedor de muerte metálica. Hoy me encuentro aquí, caminando las calles sin pavimento de mi aldea, cinco kilómetros al oeste de la santa Jerusalén. Las casas son pequeñas, entre vecinos nos alentamos, buscamos darnos fuerza esperando que respeten el pacto, que al menos nos dejen vivir de nuestro lado: un país dividido en dos, destruido desde sus entrañas. Han construido un país donde ya no había lugar, empujaron los hilos de las Naciones Unidas y alzaron la voz poniéndonos un trapo en la boca y atándonos las manos a nuestra espalda.

   Es 7 de abril; hace calor, como todos los meses del año. La pequeña tienda de abastecimiento no abrió hoy, ni ayer; ni abrirá mañana. Ahmed dice tener miedo de que el Irgun o la Banda Stern golpeen su puerta y le pidan abandonar su hogar y su negocio junto a su familia, aquel que le costó más de treinta años construir; ese donde vio crecer a su hijo Adil y lo vio caminar por primera vez. Cada vez tenemos más hambre. No podemos acercarnos a las fronteras de la asediada ciudad santa por miedo a ser asesinados con la excusa de querer recuperar aquello que nos fue arrebatado. No somos violentos, no buscamos la guerra: sólo queremos recuperar nuestra paz. Han llegado noticias de Qastall hace cuatro días. Nos mantienen incomunicados, pero sabemos que el Palmach la ha asaltado.

   Caminando, llegué al extremo de nuestra aldea y pude ver un camión con soldados dentro; algunos hacían fuego sobre el costado de la carretera para cocinar sobre unas ollas plateadas y cargadas de comida. Reían y bailaban sin parar, se los veía felices como si no supiesen que ocurría a un kilómetro de ahí. Bahir y Haidar me dijeron que vieron un grupo de cinco hombres merodear por la aldea. Nadie sale ya de su casa, no tenemos armas y nuestros hijos necesitan comida para poder seguir creciendo; están desnutriendo el futuro y nosotros estamos cultivando el miedo en nuestra propia tierra y tememos tener que cosecharlo. Ya no reconozco la realidad, siento que es parte de una ficción; parte de un escritor que escribe historias de terror; un escritor frustrado creando un país imaginario donde el invasor hostiga al indefenso; parte de una alegoría quizás. Es el hambre y el terror imaginando, no soy yo.

Hoy amanecimos con más apetito. Hemos de juntarnos en casa de Jamal que dice haber recolectado algunas legumbres de su patio trasero. Somos alrededor de cincuenta, y dejamos fuera al doble de los nuestros; la comida no es suficiente, alimentamos primero a los niños y las mujeres embarazadas, y lo que sobra lo repartimos entre los más viejos y nosotros. Kamal tiene una pistola que un conocido suyo trajo desde Kazajistán; parece de juguete, nunca había visto una en persona. Insistió en que durmiéramos todos juntos en su casa (que es, por cierto, grande) por si ocurre algo que amerite el uso del arma. Hoy vieron a dos grupos de tres soldados cerca de la aldea, cargaban rifles y granadas en su cintura. El miedo es insostenible; cada vez están más encima de nosotros. Esta noche vigilaré la zona y me quedaré al pie del abismo con un palo en mis manos y algunas piedras en mis bolsillos.

   No recuerdo cuándo comenzó, no era de noche; era de día. Me desperté con el sol en mi cara: me había quedado dormido. Los gritos provenían de unas manzanas más adelante. Era desgarrador. Comencé a escuchar ametralladoras; todos dentro del refugio, que habíamos creado, estaban a salvo, aunque aterrorizados, con las manos en sus cabezas y sus oídos. Jamal me miró preocupado; yo agradecí que mis hijos y mi esposa estuviesen allí, conmigo. Los gritos y los llantos se oían cada vez más cerca, era insoportable. Atinamos a colocar mesas y sillas contra la entrada, pretendiendo que las balas no traspasen la madera. Los disparos se oían cerca, me acerqué a la puerta y miré por un hueco buscando imaginar todo eso, tratando de verme vencido por el miedo en mi cabeza. Logré ver uniformes y un color rojo… mucho rojo. Dos soldados pateaban la puerta de una casa y disparaban sin piedad ni diálogo a sus ocupantes. La sangre corría por el suelo sucio y caminaban por la tierra que se volvía oscura, más oscura que el negro. Los soldados reían, y repetían: pateaban, disparaban, salían y se abrazaban. Una verdadera masacre. No había escapatoria. Me acerqué a mi familia y les dije que todo estaría bien, que hablaríamos con ellos. Yo sabía que no era así, que nuestras vidas estaban al borde de desaparecer. ¿Qué habíamos hecho para merecer eso? 
   Pronto se escucharon voces detrás de la puerta, habían llegado. Hablé desde adentro, con tono calmado. Mi corazón pedía parar, pedía frenar todo aquello que estábamos viviendo. Las voces provenientes desde la luz del día callaron, pero rápidamente fueron retomadas con más violencia. Poco a poco abrieron la puerta principal y dos uniformes se dejaron ver.

   —Por favor, no nos maten. Nos iremos enseguida. Por favor, hay niños y mujeres embarazadas —logré soltar con voz trémula.

   Vociferaron en su idioma, nos indicaron que saliéramos, y lo hicimos. Dos de los soldados hablaron con alguien de mayor rango, parecía un coronel. Solo logramos descifrar su nombre: "Meir Bail". El oficial nos indicó con la cabeza que caminemos en fila por la carretera, allí donde cientos de los nuestros caminaban cargando sus pertenencias en dirección a ningún lugar. Nos daban un boleto a la libertad, una libertad provisoria que serviría para salvarnos de manera momentánea. 
   Solo había sangre sobre el suelo, y decenas de nosotros yacidos en la tierra, aquella donde nacimos, donde crecimos. Los habían matado a todos, a algunos los remataban con una pistola; algunos soldados cargaban a los muertos y los arrojaban a una fosa que habían cavado; hacinados, bañados en sangre, muertos. Emprendimos así camino a ningún lugar; a tierra desconocida dentro de nuestra tierra ya conocida, buscando asilo en nuestro propio país, robado por la opulencia y rematado por los Estados nación dominantes del mundo occidental. Antes de partir, pedí permiso a un soldado para acercarme a la fosa, me lo concedió. Sabía que no quería ver eso, sabía que sería desgarrador, pero aun así lo hice. La tierra bajo mis pies crujía con cada paso que daba, el sonido se hacía ensordecedor. De fondo, las ametralladoras seguían su vals y las risas retumbaban en las paredes de mi cabeza. Me acerqué lo suficiente para vislumbrar el terror y notar que, en esa fosa, atestada de cuerpos sin vida; allí, donde murieron las esperanzas, estaba yo, con un disparo en la cabeza.
 


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