Pablo de Santis

La zona de influencia

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Un cuento de Pablo de Santis


Por: Alejandro Torres
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Tardé cuatro horas en llegar a la casa del doctor Sáenz. Después de salir de la autopista tomé un camino lateral en la dirección equivocada y anduve varias horas perdido. Había trabajado con él dos años atrás, cuando aparecieron los primeros casos de la enfermedad. Ahora el mismo doctor Sáenz, que había recorrido el país para conocer los casos y completar la más completa descripción del mal, estaba enfermo. En aquella época todavía no se sabía cómo se producía el contagio.
    La casa mostraba esos ligeros signos de deterioro, que aislados son insignificantes, pero reunidos conducen a la ruina. A pesar de haberlo tratado casi diariamente, no sabía nada de su vida. Sáenz era uno de esos científicos que dejan en claro, apenas uno los conoce, que su verdadera identidad está puesta en el trabajo, y que todo lo demás es sólo una apariencia que es mejor ignorar.
    Había olvidado cargar combustible y el tanque estaba casi vacío cuando me detuve frente a la casa. En una de las ventanas del segundo piso se asomó una muchacha. Aún antes de haberla mirado detenidamente supe que era hermosa; tenía esa clase de aura que se impone inclusive a la lejanía y la distracción. Llevaba un anticuado vestido azul.
    No me abrió la puerta la muchacha, como hubiera deseado, sino la esposa del médico. Recordé haberla visto en un congreso, pero ella no se acordaba de mí. Como algunos periodistas se habían acercado a la casa, mostró reservas para hacerme pasar y sólo aceptó cuando le hablé del trabajo que habíamos hecho en común con su marido.
    Me hizo sentar en un sillón y me sirvió un café en un pocillo que tenía una rajadura. Pensé que quería examinarme antes de permitirme ver al enfermo, pero en realidad sólo tenía necesidad de hablar. Conversamos de conocidos comunes y de las ventajas de vivir en la zona, todavía libre de edificaciones. Cuanto más tratábamos de ignorar la enfermedad, más invadía la conversación, y aún los comentarios triviales parecían metáforas del mal. Le pregunté cómo estaba su marido, si había mejorías.
    —Ninguna. Con cada cosa que aparece, él se debilita más y más.
    —¿Son objetos reconocibles?
    —Casi siempre, sí. Algunos parecen a medio terminar.
    —¿Inanimados?
    La mujer vaciló. Quería responder otra cosa, pero dijo:
    —Sí, siempre. ¿Otro café?
    Fuimos a un cuarto apartado de la casa. La mujer golpeó antes de entrar y dijo mi nombre. Se oyó una voz débil. Aún así la voz sonó investida del poder.
    Sáenz estaba consumido. Los brazos, con las venas marcadas, mostraban señales de pinchazos inútiles. Tenía los ojos clavados en el cielorraso. Al principio no distinguí nada: parecía hiedra o telaraña. Después vi los objetos envueltos en los hilos repulsivos: una tijera, una fotografía de gente sin rostro, una rosa que crecía hacia abajo. Había muchas otras cosas sin terminar. En general los objetos eran más chicos que los originales. También invadían la alfombra. Caminé con cuidado para no pisarlos.
    —¿Es una visita social o profesional?
    —Hace tiempo que no sé cuál es la diferencia. ¿Le hicieron un pronóstico?
    —Puedo sobrevivir tres meses. La nueva droga que estábamos probando fracasó.
    Reduce la formación de objetos pero no mejora al paciente. Provoca extrañas malformaciones. Las cosas se materializan gastadas, rotas.
    Miré a mi alrededor. Había cosas en el piso, junto a la cama, pero no mucho más allá. Cubrían un radio de tres metros. Hasta poco tiempo atrás no se conocían casos de más de dos. El mal agrandaba su zona de influencia.
    —¿Reconoce los objetos? -pregunté.
    —Algunos. Otros no. La enfermedad saca sus modelos de rincones remotos, de cosas que vimos al pasar. Estoy cansado, doctor.
    —¿Y la voluntad?
    —No funciona. Intenté, pero no pude modelar nada. Si me dejan elegir, materializo la hoja de una guillotina y con un último esfuerzo, la hago caer.
    Le costaba reír.
    —Algo me consuela: me toca morir en una época en la que somos una curiosidad, una aberración, pero no un peligro. Pero pronto la zona de influencia crecerá. Modificaremos áreas más vastas. La enfermedad sólo tiene dominio sobre lo inanimado, pero no está lejos el día en que actúe sobre los otros. Usted mismo, ahí sentado, tratando de disimular la piedad, podría sufrir una transformación. Entonces tendrán que deshacerse de los contagiados. Al primer síntoma, una ejecución.
    Recogí del piso un pequeño libro infantil. Los libros eran poco comunes. Había algunas palabras escritas y unas pocas ilustraciones de mediados del siglo XX.
    —¿Lo lleva para fotografiar? Tiene que hacerlo rápido. Apenas un objeto sale de la zona de influencia se empieza a deshacer. Mientras esté en la casa las cosas mantienen su forma, después se convierten en ceniza.
    Me llevé el libro de la habitación. Iba a hacer la prueba de sacarlo de la casa pero lo dejé. Me sentía un intruso. En el fondo del pasillo vi a la chica del vestido azul. Pensé que me abriría la puerta, pero se fue. Era una actitud común en los parientes: cansados de la brusca aparición de los objetos, se dedicaban a desaparecer de improviso. A la invasión le oponían la huida.
    Durante los meses siguientes visité a Sáenz cada quince días. El quería que yo hiciera un seguimiento exhaustivo de la enfermedad. El hecho de saber que en la casa estaba la muchacha, y no sólo el horrible proceso de destrucción, aligeraba mis visitas. A veces la veía por la ventana; otras en el fondo de la sala, frente a una taza de té que se enfriaba, siempre con su vestido azul. Alguna vez le hablé a Sáenz de su hija, pero no le dio importancia: la enfermedad era su único tema.
    En junio Sáenz entró en agonía y su esposa me llamó al hospital para pedirme que fuera rápido. Una congestión en la autopista me demoró más de lo acostumbrado. Me pareció que todos esos autos eran convocados por mis deseos secretos de llegar tarde y no tener que enfrentarme al moribundo. Pensé en la chica del vestido azul, para aligerar ese viaje que una vez más -como en todos los casos que había conocido- me llevaba hacia la derrota.
    Cuando llegué, el médico ya había muerto. Su esposa dudaba un poco del carácter definitivo de la muerte, no por dolor ni por sorpresa, sino porque la enfermedad la había acostumbrado a tal punto a la extrañeza, que la resurrección le hubiera parecido un milagro trivial. Me hizo pasar al cuarto del fondo. No quedaba ningún objeto, se habían convertido en cenizas que ahora se extendían sobre la cama y el cuerpo. Con la muerte del dios, las cosas creadas se apagaban. Sólo la mano derecha había quedado fuera de la capa gris, crispada en un gesto que parecía una orden.
    Abrí las ventanas. La casa ya estaba libre de la enfermedad y de la barrera que había impuesto entre nosotros: ahora podía buscar a la chica del vestido azul. Pensaba consolarla: consolarla de su dolor y de su alivio. Le pregunté a la viuda por su hija, y respondió que nunca habían tenido hijos. Recorrí en vano cuartos y pasillos, hasta encontrar, en un rincón del comedor, la taza rota, el té derramado y la ceniza.

 

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