ELLOS A VECES HACEN ESO

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Por: Matias Alvarez
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"Cuando el gato no está los ratones bailan". Recuerdo que dijo mi madre cuando abrió la reja con las bolsas del supermercado, oscilando como pesas de ambas manos. Luego se detuvo en los guantes de latex amarillos para la limpieza y en los barbijos que llevábamos puesto.

El abuelo, que desde la muerte de su segunda esposa se hallaba instalado con nosotros en el cuartito de huéspedes solía seguirla a donde quiera que vaya. Aquella vez no había sido la excepción. Estaba a su lado con una amplia sonrisa en el rostro.

"Son solo chicos Enriqueta". Había dicho él en un tono tierno y protector como en tantas otras ocasiones en que nos retaban en su presencia. Ese día, bajo el juramento de que no íbamos a salir ya que era Octubre y gracias a que la primavera todavía no asomaba su bonito escote, el viento helado continuaba atizando la piel, rompímos esa única regla y para cuando llegó nuestra madre mi hermano y yo habíamos finalizado con éxito el trabajo. Eso sí, nos fulminó con la mirada, esa famosa mirada suya que se leía tan clara como el agua, esa que sin duda significaba: Esperen a que su padre vuelva del trabajo y les de su lindo discurso. Sin embargo estando allí el abuelo algo la retuvo y la obligó a tragarse el reto que bien nos teníamos merecido. Mientras que nosotros seguíamos fascinados por la ingeniosa manera con la que habíamos proseguido.

"¿Eso es sangre lo que tenés en la frente?" Los ojos se le abrieron como platos. Claro que lo era. "¿Con qué te lastimaste?" "¿Y vos dónde estabas, me podés decir?" Recuerdo que tan rápido se suavizó su semblante, tornándose en una mamá gansa que cuida de sus ansarinos. "¿Qué escondes ahí atrás?" Era la tijera de podar de mi padre. Con ella ultimamos el asunto. Su mirada pasó del triple rasguño en la frente de mi hermano hasta la bolsa de residuos que yacía sobre el césped del gran patio frontal de nuestra casa. Luego de meter la horrible cabeza cercenada del gnomo yo había hecho un nudo en el sobrante y con una banda elástica lo volví a asegurar. No fuese que se escapara clavando los dientes en la tierra. Con lo que había costado salvarse de esa cosa. Ahora que rememoro, nuestra madre, de seguro creyó ver de lejos una especie de huevo de pascua con el envoltorio hecho cenizas. Porque era eso lo que parecía la bolsa allí tirada, inerte y salpicada levemente con esa sustancia pegajosa que horas antes nos había irritado las yemas de los dedos con solo tocarla.

Ella se volteó hacia el abuelo. Nadie podía culparla por pensar que cierta persona había plantado cierta idea en terreno fértil. El anciano siempre solía contarnos historias antes de dormir y la noche anterior había hecho especial énfasis en las palabras “cuidado” y “peligro”. Y fue así como nos relató la leyenda de los gnomos de jardín. Según el viejo no eran criaturas como las que acostumbraban narrar en los cuentos de hadas, sino depredadores subterráneos que emergían desde túneles no mucho más estrechos que los de los conejos.

Abriéndose camino entre los dos nuestra madre se dirigió a la bolsa empapada. No sé si fui yo o mi hermano el que gritó, puede que los dos, pero ella no hizo caso.  Desenroscó la bandita y el nudo. Lo que salió del interior todavía me persigue en sueños, en esos momentos en que todo lo agradable se transforma en pesadilla. Alzando la mano dejó al descubierto una vieja y despeluchada pelota de tenis. Desconcertados enfrentamos al abuelo. No pudimos decir nada.

Cuando mi madre se llevaba a mi hermano para curarle la herida (y de seguro para untarlo como una tostada con esa asquerosidad de antiséptico) paró en seco al ver lo que yo sujetaba detrás de mi espalda. La tijera aun chorreaba pero a ella le bastó con descubrir que había tenido la osadía de tomarla de un lugar al que, según las normas hogareñas, teníamos prohibido entrar. Dos puntos más en su marcador. 

Al quedarnos solos el abuelo me dijo: Perdón chico. Posó la temblorosa palma de su mano sobre mi hombro y de soslayo, antes de ingresar a la casa, flanqueó las plantas del jardín. "Ellos a veces hacen eso". ¿Y era miedo en sus ojos? Yo también me di cuenta. Las plantas se habían agitado. Fue algo fugaz pero evidente. Las plantas se habían agitado como si algo corriese a través de ellas.


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