MONTE DE LEÑOS:

EL ALHAJERO DE DIOS

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Por: Matias Alvarez
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     Hacían fila. Dios santo, nunca iba a poder olvidarlo. Hacían fila y debajo, en el piso, estaba su madre. Gritaba y pataleaba, pero nada de eso servía contra la fuerza sólida y abominable del hombre. El hombre no, el gigante, con la piel surcada de pozos como si hubiese presionado sus mejillas en un alambrado. El gigante con los poros abiertos en el rostro como una antigua zona minada.

     El muchacho caminaba torpemente haciendo equilibrio por encima del cordón. Lo hacía durante un pequeño tramo hasta llegar al montón de hojas secas que había acumulado anteriormente sobre el costado de la calle. Luego aprisionaba el palo de la escoba con ambas manos y barría, arrastrando el montículo y absorbiendo las que quedaban. Todo hasta llegar a la esquina, donde su compañero, un cooperativista como él, lo estaba esperando con el seño fruncido.

-¿Qué carajo estás haciendo? – El chico, de unos veinticinco años, observaba al flacucho que se le acercaba como un malabarista en una cuerda floja, repartiendo su peso, de la derecha a la izquierda, tratando de no caer. La pechera color verde flúor resplandecía bajo los potentes rayos del sol. – Ey ¿no te dicen nada por andar escuchando música en el trabajo? – El flaco se bajó del cordón, cerró los ojos y respiró con exceso el aire frío de la mañana, extendiendo los brazos y llevando la cabeza hacia atrás. Después al ver que le estaban hablando se despojó rápidamente de uno de los auriculares que tenía puesto. De los diminutos parlantes surgió la amortiguada música de Creedence. John Fogerty quería saber si ¿Alguna vez has visto la lluvia caer en un día soleado? 

-Perdón, ¿qué me estabas diciendo? – El muchacho rondaba entre los diecinueve y veintiún años. Medía un metro ochenta y sus enjutas piernas soportaban algo así como sesenta kilos.- Estaba con los oídos ocupados- respondió.

-Ya me di cuenta y a eso iba. ¿No te dicen nada que andes con eso puesto mientras estas trabajando? – El tipo era su compañero hacía una semana. Antes, cuando había sido destinado a limpiar el área vecina al edificio municipal, su forma de ser, de líder congénito, lo convirtió rápidamente en la voz de mando. En aquel trabajo todos cumplían la misma labor, nadie era más importante que el otro, pero por alguna razón siempre, y esto venía desde que tuvo su primer trabajo en una estación de servicio, se las apañó para sobresalir, para dejar en claro que en cualquier sitio que el tuviese una tarea en conjunto estaría irrevocablemente por encima de los demás. Por eso mismo la gente se acostumbró a hablar mal de él a sus espaldas, a llamarlo "comemierda", sin embargo nadie le hacía frente. Cristian era uno de los pocos que no le prestaba atención. Sabía que si le daba mas importancia de la que se merecía todo se iría por el desagüe, perdiendo todo lo que había construido hasta ahora. La espera, la amarga espera. Que se la antojaba como haber estado dormido por años. Además solo constaba permanecer cuerdo y tranquilo hasta el día de mañana. Después ya no respondería por sus actos.

-No pasa nada.- Respondió Cristian entrecerrando los ojos. – Si me descubren seguramente va a ser a mí a quién tiren de la oreja. – Y trató de palmearle el hombro pero el otro le quitó la mano con un golpe.

-¡Ese no es el punto! Te vengo vigilando y la cosa es que no podes dar esa imagen al frente de todos los que pasan por acá. La plaza es demasiado concurrida y de lejos pareces un imbecil bailando y haciendo equilibrio arriba del cordón. ¡Tenés que dar una buena imagen! – Los cachetes se le habían encendido y los recubría un intenso rojo oscuro. – Dame unos días y te juro que te voy a sacar bueno a vos.- Y se alejó con su escoba asintiendo para sí. – Tengo que seguir con esto pero más tarde te voy a enseñar…

-¿Me vas a enseñar qué? – Cristian se había acercado sigilosamente con la intención de proseguir con la prometedora charla.

-¿Cómo? – El tipo paró en seco. No podía creer el atrevimiento, ni siquiera el tono de voz que estaba utilizando para dirigirse hacia el. - ¿Qué me dijiste?

-Pregunté qué es lo que me vas a enseñar… – Pero los ruidos lo que envolvían, el piar de los pájaros sobre los árboles, la música atemperada de Creedence saliendo del auricular, el tronar de los zapatos por la calzada, se fueron perdiendo, dilatando, a medida que un chillido agudo y ensordecedor lo devoraba todo. Cristian se tomó la frente para calmar la jaqueca pero su entorno ya había cambiado. Se hallaba otra vez dentro del mueble debajo del fregadero. Asustado con su querido ejemplar de Moby Dick aferrado a su pecho. Con la tibieza de la orina recorriéndole las rodillas. Viendo de entre los rombos trazados en la madera como se llevaban a su madre. Como la arrastraban de los pelos hacia fuera golpeándola deliberadamente contra el marco de la puerta. Después se treparía a uno de los muebles y vería todo. Absolutamente todo. Sin darse cuenta se encontraba encendiendo y apagando histéricamente un encendedor. De vuelta tenía al tipo jodido frente suyo. El pitido se había ido, la música de la plaza retornaba a su lugar, pero no era motivo para contentarse. Como si su vida dependiera de ello tomó el cable del auricular que le colgaba a un costado del cuello y se incrustó la pequeña bocina en el oído. Ahora sonaba un fragmente de Susie Q: Oh dime que serás fiel, dime que serás fiel y nunca me dejaras triste. Y las facciones crispadas se le adormecieron, dándole el aspecto pacifico de un budista en plena concentración. Su padre le había hecho conocer a Creedence, de eso hace ya un par de años y también enseñado varias de sus canciones en la guitarra. Susie Q, era una de sus favoritas y la cantaba excelente. En un momento hasta pudo experimentar un atisbo de envidia por la voz carrasposa con la que había sido bendecido. Porque si en vez de haber elegido la carrera de policía hubiese optado por la de estrella de rock, su suerte habría sido diferente. Lo extrañaba y la nostalgia le quebraba la garganta cuando los vestigios de esas noches jugando a El Estanciero sobre la mesa del comedor, mientras su madre en la cocina se veía envuelta en los vapores aromáticos de la cena, reaparecían punzantes.

-Más te vale que te saques eso y pongas el culo de vuelta en el laburo, sino… - Había comenzado a alzar uno de sus brazos pero se inmovilizó al ver el estado de Cristian. Este no dejaba de encender y apagar la flama del encendedor. El sudor le corría por las sienes como finas cascadas y cada ojo se enfocaba en un lugar distinto. Era espeluznante, una pupila se mantenía alzada y la otra, impertérrita, en el suelo.- ¿Qué mierda te pasa? – Entonces el flacucho se detuvo. Levantó la vista y en vez de descubrir a su compañero vio a su madre con la boca abierta en un cero oscuro, gritando de dolor, mostrándole ambas manos prendidas fuego. No podía escucharla, pero la imagen le bastaba como para imaginarse la forma en que lo estaría haciendo. El horror se desfragmentaba, esculpiendo un nuevo rostro, procediendo a concretar una nueva manera de apreciar el sufrimiento. Y allí se dio cuenta de que volvía a desnivelarse. Después de que hallaran el cadáver de su padre adentro de un contenedor de basura, el intendente, en un arranque de falsa compasión y para asegurarse un voto en las próximas elecciones le prometió a la madre de Cristian que al chico nunca le faltaría trabajo. Y así fue, su futuro laboral se vio consagrado en el oficio de mantener limpias las calles del pueblo. Pero ahora no pensaba en eso, en el alma bondadosa del intendente y en su consciencia tranquila. Por lo que arrojó la escoba, y corrió hacia su casa, pisando las hojas que había juntado. Huyendo y abandonando su trabajo.

     Al otro día, a unos 15km de distancia de la casa de Cristian, el oficial Damián Del Toro se contorsionaba sobre la superficie de su cama. La esposa ya había partido al trabajo pero él estaba fuera de servicio. Parecía estar en plena lucha con las sabanas. Soñaba, y no soñaba nada bueno. Era el último en la fila y lo obligaron a estar ahí. Tenía doce años pero su padre había visto oportuna la situación de mostrarle como se hacían las cosas, allí en Monte de Leños.

     Luego de que aquel poli hubo metido las narices donde no debía, sosteniendo que guardaba pruebas en contra de ellos y que tenía el poder de hacer que los destituyeran, se tuvo que hacer algo al respecto. Aunque primero uno se metía con los seres queridos. Después, si es que la respuesta a la amenaza no era fructífera, se eliminaba el problema de raíz.

     Del Toro había sido puesto con brusquedad dentro de la camioneta. En el interior se hallaban su padre, que iba al volante, y tres oficiales más, que él conocía, todos de civil.

     El muchacho no tuvo tiempo de mudarse de ropa. Unos minutos antes estaba acostado, tranquilo en su cama, tapado hasta las narices con la frazada de Tom & Jerry, viendo en la televisión un gracioso programa de bloopers. A veces cuando lo sorprendía la soledad o sentía miedo por alguna pesadilla, miraba con esperanza hacia lo alto del techo donde su madre había adherido una constelación de estrellas fosforescentes que alumbraban vagamente el cuarto cuando se apagaba la luz. El alhajero de Dios, así las llamaba ella. Cuando estés triste acordate que nunca estamos realmente solos en el mundo.

     Una vez concluido el programa de los bloopers, se puso a observar aquel cálido cielo artificial. No había sufrido un mal sueño pero era inevitable la paz que transmitía, cuando su padre entro violentamente, abusando del retiro espiritual al que había accedido ir su esposa, y lo saco de prepo, gritándole que se cambiase rápido, que tenían cosas que hacer. Por ello y porque no deseaba enfurecer mas al gigante con sus torpes movimientos, salió con la parte de abajo del piyama, las pantuflas, el anorak que había puesto en el respaldar de una silla, y una gorra, que ajusto bien a su cabeza ya que el frío incesante azotaba a cualquiera que se atreviese a poner un pie fuera.

     Aparcaron al frente de una casa bastante alejada del centro. Un poco desvencijada y cercada por un muro bajo de concreto. Allí vio como los otros hombres entraban y sacaban a rastras a una mujer. Su padre fue el que inició la tortura. A pesar del forcejeo la violó con facilidad y a su espalda podía ver como los demás tipos (tipos que habían ido a comer centenares de veces a su propia casa; tipos que habían estado en su fiesta de cumpleaños, alborotándole los pelos y felicitándolo por otro año más en la cesta) ahora se masajeaban el bulto en sus pantalones, preparándose para lo que vendría después, cuando les tocara el turno.

     El pequeño Damián no pudo hacer nada. Estaba petrificado de la cabeza hasta los pies. ¿Además qué podría haber hecho si constaba de doce años y lo habían arrancado como a una cría de la seguridad de su cuarto, del alhajero de Dios, para que fuese parte de una aberración, de un crimen?

     Entonces su padre vio que a unos pocos metros de donde se encontraba había una bicicleta tirada entre la maleza del jardín. El chico volteó hacia la casa, entendiendo que era posible la existencia de un niño escondido en el interior. Se puso la capucha del anorak sobre la gorra y aparto la vista. No quería que lo viesen formar parte de aquello.

     Esto voy a hacerlo por vos. Dijo el gigante con el rostro poceado, y se encaminó hacia la bicicleta. Primero comprobó si el asiento estaba suelto, al percatarse de ello quitó el seguro y extrajo el largo poste de aluminio que nacía desde la porción de goma. Caminó hasta la mujer que se retorcía sobre el suelo.  Guiñándole un ojo le separó las piernas y hurgó con aquel objeto debajo de su camisón. Los gritos rebanaron la noche como miles de cuchillos resplandecientes.

     El sueño, como era habitual, terminaba justo antes de que intentaran incinerarla.

Cristian había desayunado una porción de torta de pera, su plato favorito, y una taza de café que su madre le acercó a la mesa de la cocina. Todos los días analizaba las profundas cicatrices de sus manos y se repetía una y mil veces que nadie le haría cambiar de parecer con respecto a su decisión. La mayoría de los hijos de puta había muerto en el transcurso de los años, lo que en ocasiones lo llevaba a considerarse un rotundo idiota por el hecho de haber esperado tanto. No obstante aún podía sacar provecho de su perseverancia.

     El flacucho se calzó su pechera verde - había llegado a la conclusión de que era uno de los pocos municipales al que le agradaba ese chillante verde flúor - le dio un fuerte abrazo a su madre y partió al trabajo. O eso fue lo que dio a entender.

     Damián Del Toro despertó agitado y bañado en transpiración, casi ahorcado con una de las sabanas. Respiraba entrecortadamente. Tenía los ojos muy abiertos y la cabeza le palpitaba como un globo inflado con sangre caliente. Jamás iba a poder despegarse de las porquerías que lo forzaron a ver.

Al cesar el aturdimiento del sueño se incorporó lentamente y notó algo raro. El colchón estaba empapado de tal manera que cuando apoyó una de las palmas el líquido brotó como si la cama hubiese estado sumergida. Solo que no era agua y olía igual de mal que el interior de su viejo Ford Falcon.  

     En un rincón, justo donde las sombras lo ocultaban, Cristian observaba con detenimiento al último eslabón de la cadena. Llevaba puesto nuevamente los auriculares. Ahora sonaba el estribillo de Cotton Fields de Creedence: Ay cuando las vainas se pudren ya no se puede recoger mucho algodón. En la mano derecha sujetaba un encendedor. Lo prendía y lo apagaba. Lo prendía y lo apagaba.

Al que juzgue mi camino con gusto le prestaría mis zapatos. Esa era una frase que había escuchado por ahí pero no recordaba de donde. Sin embargo la tomaba como una especie de justificación para lo que estaba a punto de hacer.

    


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